La casa es enorme y frente al frío,
figura un cristal desesperado.
Avanza sobre ella una pátina verde,
como una mano verde que golpea con dedos angustiados los paños de todas las
ventanas, produciendo un ruido escarchado e inútil.
La casa no está totalmente poblada
y parece, bajo la luz, desguarnecida de cosas importantes, de detalles que
entibien los espaciosos cuartos y edifiquen calor en las maderas. Es un lugar
vacío y anchuroso. Una intemperie paradójicamente techada donde los escasos
muebles se reparten como pueden, abandonados a la austeridad. No ocupan ni
siquiera el espacio que ocupan y parecen
licuarse dentro de una vastedad devoradora.
La casa es un silencio solo,
anclado en un parque del que el frío ha quitado los pájaros y está allí,
inmovilizado sin sus alas, lo mismo que la casa está muda sin sus habitantes.
El sol se ha puesto reticente este
invierno. Es un invierno parco en sol y abundante en heladas que marchitan los
geranios en los macetones que rodean el porche y queman la gramilla.
Cuando existe un sol propio, el de
afuera no importa. La tibieza proviene de otro espacio y nace de los rincones
donde la risa consigue florecer.
Si la risa se va, la tibieza
desancla y se va también, junto con ella.
En el ancho recibidor arde el
hogar. Parece un altar chato que chispea la quemazón de momentos felices,
irrepetiblemente felices. Crepitan como pequeños cuerpos aromáticos todos esos
momentos, lo mismo que en los ojos se apiñan, húmedamente, los recuerdos.
La cocina no guarda olor a pan. No
perdura el olor del pan tostado como esas melodías que asaltan durante un día
entero las ideas.
Pegado en la puerta de la heladera, hay un dibujo infantil. Está adherido con cinta engomada al fondo
plateado, por encima del dispenser de hielo. Es un dibujo en cartulina canson y
en él se ven representados los monigotes de un niño y tres adultos, dos mujeres y un hombre.
También hay un perro y una casa detrás, con techo
rojo. Todos se sostienen de las manos en ese
dibujo. Forman una línea que se sostiene de las manos.
En realidad, el niño ha dibujado a
una familia. Su familia.
El dibujo y el hombre están solos
en la cocina amplia.
Él eligió esa casa porque era una
casa ancha y cálida.
Ahora piensa, mientras observa el
dibujo de sus vidas que ha pintarrajeado su hijo, cómo la
soledad tergiversa la sensación de paz.
Lejos, el viento, desespera las
ramas de los árboles que rodean a la casa callada.
A la casa vacía.