Sube y baja.
La mano baja y sube hasta reconciliarse con el movimiento uniforme.
“Un poco de amor francés no muerde...”
Debajo de los párpados, como la ciudad afuera, nocturna y lúbrica, una bochinchera bailarina exótica grita en un camarín de cartón y lentejuelas que cuelgan de la noche como globos rojizos aturdiendo el humo y la penumbra sin que entre algo de fresco por el ventanal del mundo.
Sube la mano como los pensamientos enhebrados a la espira de niebla de la última pitada, enhebrados, igual que un komboloi que nunca será un Rosario y baja contra la carne, como si fuera necesidad de una raíz o de una sujeción a alguna cosa que no sea el estado de miseria.
Y la ciudad ahí, afuera, masticándose todo igual que un dragón chino que suelta fuego cuando se le afloja la boca y vomita sobre los hombres.
La mano baja.
¿Hasta que infierno baja y hasta que cielo sube, lentamente, chupando la energía o creando energía que duele en el periné y más adentro, por allá, entre el culo y el alma?
Y la ciudad vomita las largas contorsiones de un Belly Dance prestado.
Las escupe adentro de los ojos que no consiguen resignar ni el asombro ni el dolor ni nada porque están aturdidos en algo que se parece a la sorpresa, pero en realidad no es más que indefensión.
Ella, la que quedó escupida adentro de los ojos, se contorsiona con una seducción de puta improvisada en su primer trabajo y de exigida histriónica en el último, con profesionalismo hecho de asco, de pavor y bronca.
Tantas cosas se leen en los ojos que preceden a una sonrisa forzada que intenta ser sensual cuando la lengua repasa los contornos brillantes del lipstick como si el lamido estuviera solamente destinado a retirar las lágrimas.
La mano sube.
Y ella, la esculpida escupida adentro de los ojos, sonríe, impostando gestos que no sabe o que sabe demasiado para que resulten naturales en ese momento inesperado, mientras va abandonando por el suelo la ropa y aparecen la piel y los pezones y la cintura es un extraño mar armado con pirañas.
La mano baja y se detiene. Después vuelve a subir. Y baja nuevamente, con el morboso placer de un buen verdugo que demora el espasmo del reo en la tortura y espera, espera, espera a que se quiebre en el alarido que le ahoga un trapo.
Ella, la ella de los ojos, se acerca como una gata larga, indiferente y obscena, que, recostada, cuelga con dos patas de un tapial, mientras recibe el sol sobre el pelaje, en un gesto de frigidez, lascivo y desafiante. No hay nada más sensual que lo hierático de una gata en celo rodeada por gatos caníbales que se la cogen por turno mientras ella los mima con los ojos.
La mano baja y sube.
Ella está tan cerca, que es todo perfume mientras cruza una pierna para montársele encima de los muslos. Los ojos están vacíos, tan lejos, tanto, tanto que parece ciega cuando acomoda el frote y le acerca la cabeza a la oreja para humedecérsela con la punta brillante de la lengua.
Ella se frota como una gata mansa y servicial, mejilla con mejilla y murmura: ¿Qué hacés acá? ¿Qué clase de joda macabra de las tuyas es esta?
Pero él percibe los pezones endurecidos a través de la camisa que ella no le desabotonará y eso alcanza. El ritmo se detiene y la mano se embadurna como ella le embadurnó la oreja con rabia y con saliva. El quejido también embadurna la noche de los monos.
La mano queda quieta contra el pubis.
La imagen se disipa, se va por la ciudad a hacer de puta para otro.
Ahora, la mano que bajaba y subía atiende el celular pero los ojos permanecen cerrados.