Hay
demasiada gente en los pasillos y en todos los espacios de caber, como un mundo
de hormigas que se multiplica en la voz del clamor.
Hay
demasiada gente, pocos médicos y no quedan camillas ni camas ni sillas donde
meter a todos los que siguen trayendo los camiones o llegan a pie, igual que un
río que avanza hecho con pecios, luego de destruir parte del mundo.
El
hospital es una isla desbordada de náufragos que se caen de ella y esperan su
turno por un sitio en la playa del consuelo, abandonados a merced del mar. Ya
no quieren nadar hacia otras islas. Se desarman en cualquier lugar. Se
desmantelan.
Han
arribado también los primeros equipos médicos que refuerzan al personal de
planta. Llegan desde lugares con desastres próximos, con sus otros idiomas y su
inalterable sacrificio. Sobreviviendo al mundo de Babel, corren y se arrodillan
y rescatan del maremágnum de la calle a esos náufragos nuevos que llegan
arrastrándose. Todo parece un tiempo de cadáveres que no se resignaran a dejar
el hábito de la supervivencia.
La
vida de estas comunidades rescatistas es extraña como es extraña la solidaridad
que ellas practican como un riesgo vital.
Habitan
en la peor parte de los hombres y siempre las encuentras allí, entre los
gemidos y el olor a muerte, plantando sus manos de curar entre la carne rota. Van
del desconsuelo al desconsuelo porque ellos son así.
La
noche cae fláccida. Cae como una boca inapetente sobre la multitud entre la que
resulta imposible desplazarse con la rapidez que requieren algunos casos
demasiado graves.
Los
equipos de rescate continúan acercando personas a las manos que curan. Como no
hay ya camillas, los de rescate corren con las personas en sus brazos, traduciendo
a su manera lo que pasa con ellas. Las sostienen y corren hacia médicos que no
dan abasto y que repiten de manera automática “aquí no caben más” para luego
nombrar algún otro hospital al que llegar y para el cual la vida ya no tiene
más tiempo.
La noche es un rastro de espuma sin estrellas
que se asienta lentamente en el alma.
Durante
un rato la médico ha observado al hombre sentado en el pasillo con el niño en
los brazos.
La
de él es una imagen habitual: un soldado con un niño en brazos que espera por
un médico y mientras tanto sostiene el cuerpo que desde lejos a la médico le
parece una bolsa con líquido. Está allí, sentado entre otros muchos que esperan
el turno curador.
Sobre
el suelo, en el pasillo donde se atiborran refugiados, el soldado abraza al
niño contra su cuerpo. Lo sostiene así, estrechamente contra él y sólo de vez
en vez le habla, como dándole aliento. Pero la gente es mucha, la fila larga,
las urgencias sobrepuestas unas a otras.
El
hombre ha insistido un rato en que atiendan al niño, pero cualquier insistencia
es imposible. Nada alcanza para acelerar la tramitación en que los desastres se
desarrollan encima de los hombres. Resignado, permanece allí, abrazando el
cuerpo contra su propio cuerpo, casi como una bolsa con tesoros.
—Somalí…eh,
tú, somalí…Entra.
La
médico le hace un gesto al soldado, pero el soldado no atiende al gesto de la médico.
Sólo sostiene al niño, con los ojos extraviados en algún lugar que está lejos
de allí.
—Somalí…¿vas
a entrar o no con ese niño?
La
médico insiste, acercándose a la entrada de la sala de traumas desde donde otro
personal retira a un muerto.
El
periodista de la BBC que está tomando fotos y recopilando testimonios, llama la
atención del soldado sobre la médico.
El
hombre alza los ojos y la mujer en la puerta de la sala de trauma le hace un
gesto. Lo observa levantarse, apretando al niño contra el pecho y avanzar, sorteando
a otros que esperan.
—¿No
me escuchabas, somalí?– insiste en preguntar la médica.
—Kenyata.–
dice él.
—Pues
para mí eres el somalí…Te atendí en Nairobi cuando te trajeron desde Somalia. Moriste
en mis brazos…Yo soy la médico que declaró tu muerte.– dice ella, risueña– ¿Cómo
olvidarte?.. Te declaré muerto y resucitaste 30 segundos después…Yo ya me había
quitado los guantes.
—En
estos lugares siempre somos los mismos.– reflexiona él, aferrando al niño
contra el pecho como un flaco paquete de alimentos en un tiempo de hambruna.
La médico
casi debe forcejear con el hombre para colocar el cuerpo del niño en la
camilla.
—¿Sus
padres?– pregunta.
—Muertos.–
murmura él.
—El
niño también.– dice ella.
Manda
retirar el cuerpo y no agrega nada más.
El
corresponsal de la BBC toma dos o tres fotos de la escena.
(Segundo diario del Kurdistán)
Imagen: Album de la tropa