Recuerdo el primer día en que levanté un niño desde el miedo y lo cargué en mis brazos como si hubiera levantado en ellos un pedazo del mundo que le sobraba al mundo. Era, el niño que levanté en mis brazos, un trozo desgarrado de un mundo desgarrado en múltiples colgajos que no armaban un mundo para sí ni entre sí.
Me lo llevé de allí como todas las otras
tantas veces después de esa primera, he llevado a otros niños alzados en mis
brazos hacia un lugar un poco más amable que ese mundo del analfabetismo, del
hambre, de la esclavitud, de la guerra y de la sed.
Nadie parece a salvo. Ni ese último
niño que me traje conmigo ni todos esos niños que transporté desde el horror a
un lugar más amable.
A mi pesar he descubierto que no
existen lugares amables para los niños. Tampoco existen los lugares amables
para los hombres. No existen los lugares amables. Uno los fabrica a mano y como
puede, como le sale, como lo dejan o sencillamente, no puede fabricarlos y se
quedan en las palmas, igual que un gesto abierto que no es correspondido. Ya no
se entienden los gestos que no llegan como emos de whatsapp.
En verdad, hace tiempo que sé que
no existen los lugares amables en los que ser feliz sin preocuparse del costo
de la esperanza.
Y a decir verdad, tampoco la
esperanza es lo último que se pierde cuando se llega a ciertos laberintos.
Diría más bien que es lo primero que se deja en la puerta y uno entra ya en ese
estado de piloto automático, en el que sabe que aunque nada sirva para nada,
está a muchos pies de altura sobre el aire y debe pilotear por el bien de sus
pasajeros.
Algunos se ganan los favores de las
otras personas a fuerza de fingir ser de una manera en que no son porque temen
ser rechazados si muestran realmente su verdadera personalidad. Por lo tanto,
siempre me pregunto ¿cómo podrían jugarse por los demás si son incapaces de
jugarse siquiera por sí mismos? Son los sutiles vendedores de humo que le
apuestan por igual a Dios y al Diablo sin atreverse a confesarlo.
El último niño que levanté del
miedo me mira desde el pozo fecundo de sus ojos.
Intento sonreír pero no puedo.
Seguro hago una mueca de esas mías que se parecen a chupar limón y que son las
muecas a las que siempre me lleva reconfirmar el desengaño. El hastío me
produce un desgano complicado de superar porque no hay peor entrega que aquella
que no está acompañada por la motivación.
Ya no encuentro esas gratificantes suculencias
que me mantenían interesado en ciertas cosas que yo quise que me gustara hacer.
Mi curiosidad por ellas ya no es un interés vigente y queda solamente este
empalago mediocre que no me identifica. No sé convivir con lo estanco ni con lo
que resulta imposible de dinamizar (y de dinamitar).
Ha comenzado el tedio. Es el punto y
seguido en el cual digo adiós.
(De: Psicoámbitos)