“¿Cuál fue el día
más feliz de tu vida?” quiere saber esa mujer bellísima que tengo frente a mí y
con la que comparto una cena tranquila y una copa de vino.
No tengo que buscar
siquiera en los recuerdos, porque sé claramente cuando conocí la plenitud de la
felicidad. Lo sé absolutamente, sin un mínimo espasmo de duda, sin lugar al
error.
Ella, mientras
aguarda la respuesta, sonríe. Extiende su mano y toma una de las mías. Su brazo,
como un río lunar cruza el mantel, el espacio, la respiración, todas las fragancias
que tienen las noches de calor por aquí, la música en el agua que golpea de barro
los pilotes del muelle, para que la mano, sensible en su enérgica mansedumbre, se
apodere de la luz de las velas que nos ciñe las sombras y de las estrellas y la
luna que nos manchan los ojos y los labios.
—Anda, dime.
—insiste— ¿La infancia?
La mía no fue una infancia cómoda,
pienso.
No fue una infancia protegida, abrigada,
a cubierto como la de otros niños, así que no puedo regresar hacia ella para
sentirme a salvo, para sentirme en paz o reconocer un tiempo en la ternura.
No reniego de mi infancia. Si no hubiera
tenido esa clase de infancia no habría sabido cómo pensar, cómo luchar, cómo
sobrevivir. No habría sabido cómo ayudar, cómo avanzar o cómo creer o descreer.
La infancia fue un salto mortal, un
salto de acrobacia olímpica sobre un espejo de vidrio y no de agua. Siempre
pienso que al hundirme en él, en esa posición de flecha que se suicida al
romper lo que la espera, podría haberme cortado la yugular, la femoral, o que
alguno de todos aquellos vidriosos pedazos asesinos me dividiera en dos el hígado
o se astillara dentro del corazón. Cuando crucé el espejo, lo que se hizo
pedazos fue la infancia, mientras yo reflotaba, ensangrentado.
—No. —le respondo a la mujer hermosa que
tengo frente a mí y que por lejos es la más hermosa de todas las mujeres que he
amado.
—¡Qué misterioso! — se alborota ella y con la misma mano que atrapa la
mía, ensaya una caricia de esas largas y suaves, que parecen cuestiones que
pertenecen a la eternidad— Algún momento feliz habrás tenido en tu juventud… o
después. —insiste.
—Tuve una juventud muy turbulenta. —intento responder— Estuvo toda
hecha con catástrofes que se prolongaron hacia la madurez. Ya sabés como soy.
Me llevo maravillosamente bien con los relámpagos.
Como cito algo que he escrito en un libro, ella se ríe.
La miro mientras bebe y es un dulzor sefaradí el de sus ojos largos
como montes de especias y es una nube de opio su cabello negrísimo, hecho con
anillos de lumbre.
—Ya veo. No quieres contestar. —protesta y vuelve a extender los dedos
y acariciar las canas de mi barba. Sus uñas parecen luciérnagas de nácar que posan
en mí su intermitencia.
Le beso esas luciérnagas, los dedos, la palma que acaricia. Ella está
hecha toda con luciérnagas, ahora que el viento del río mueve los farolitos de
la pérgola bajo la cual cenamos. Resbala la luz por su pelo y su blusa, como un
mundo de gotas y de fuegos que ruedan después por el mantel.
—Bueno, si no quieres hablar del más feliz, cuéntame el día en que
sentiste verdadero pánico.
Ese también lo guardo en la memoria. Tengo testigos de él.
Toda mi vida he dominado el miedo. Lo he dominado como a un caballo
fiero que mi pulso estuvo obligado a manejar. Aprendí el miedo demasiado pronto
y luego se hizo un hábito en mi sangre, un comensal de mi adrenalina y mis
tumultos, un competidor contra el que corro hacia una meta a la que yo siempre llego antes. Ahí lo
espero, para verlo acercarse como el vencedor observa al derrotado.
—¿Tampoco quieres hablar de eso?
—Son el mismo —respondo en voz muy baja— Es el mismo día. Estaba tan
feliz como aterrado… y tan aterrado, tan aterrado…
—Yo no puedo imaginarte aterrado a ti. No me cabe en la cabeza. Quita
eso de aterrado. Nunca te he visto aterrado. Jamás. —dice ella entonces, con autosuficiencia,
como si en este escaso tiempo que hace que nos conocemos, ella me conociera aún
más de lo que yo soy capaz de conocerme— Así que no me mientas. Tú no eres de
los que se aterran.
—Te digo la verdad. El día más feliz de mi vida fue cuando te tuve
frente a frente por primera vez… y estaba aterrorizado. No sabía qué hacer ni
qué decir frente a esa mujer que había dado conmigo no sé cómo.
—No sé por qué la felicidad te atemoriza, papá. Es algo que deberías
arreglar. —filosofa mi hija y a su cabello regresan las luciérnagas.