Una mujer
extraña y que dice quererme, me ha regalado un libro. Eso ya es muy extraño.
Más extraño que ella.
La gente
no me regala libros. No sé por qué la gente no me regala libros. Como soy un
lector compulsivo antes que un escritor, sería magnífico que me regalaran
libros en vez de perfumes, corbatas o agendas de cuero.
Pese a
esta idea, a una íntima amiga, de esas que sollozan en nuestra propia clave, le
rechacé Oceanaria. Le dije que no. Me cubrí a tiempo o metí a tiempo la cabeza
en el pozo de zorro porque yo sé que hay autores que nos dañarán para toda la
vida y el de Oceanaria ya me dañó antes, irremisiblemente.
Esta mujer
extraña, sin embargo y por las suyas, me regaló un libro.
A veces
alcanzan las primeras palabras (del libro, no de la portadilla ni las
subsiguientes de la nota o la dedicatoria o la explicación del porqué del
libro) para que uno entienda que lo que sostiene en sus manos, es una copa emponzoñada.
Alcanzan las primeras tres frases para saber, no ya si el estilo es bueno o si
nos va a gustar, sino aquello profundo, lo que nunca diremos: el daño infinito
que puede hacernos en el alma un libro.
Me he
planteado varias hipótesis sobre este regalo pero no creo que ninguna sea
cierta, así que el libro permanece junto a mí y yo junto al libro.
No me
gusta la imagen de tapa. No va conmigo el rostro del autor, en el que se nota
demasiado la enfermedad que provocan las tragedias que te matan de niño. Eso me
impide entrar al libro limpio de polvo y paja, como un lector inocente. Los
ojos del autor me dicen más que todo el libro junto.
Siempre
digo que uno, cuando lo arrasa la vida para siempre, tiene dos opciones, una de
las cuales es ir a parar a un psiquiátrico. Por lo tanto, es conveniente
intentar la otra, salvarse uno mismo a como dé lugar.
El libro
habla de eso. Aunque habla de salvarse después de… (después de es: ir antes a
parar al psiquiátrico).
Creo que
trata de eso ya que solamente pude avanzar diez páginas y lucho con el libro o
lucho con el morbo de conocer otras historias que se desarrollan en la debilidad
del no poder salvarse en la batalla interna por salvarse.
Lucho con
el libro porque quiero leerlo. Quiero leerlo como todo lector se hace de nuevas
con un libro nuevo que emerge de una bolsa de librería que lleva un moñito de
regalo. Estoy convencido de que estoy intentando convencerme de leer el libro,
aunque sea para saber qué contestar sobre él cuando la mujer extraña que me lo
regaló me pregunte qué me pareció esa lectura que a ella le pareció
maravillosa.
Pero no
puedo.
El libro
espera. Es paciente y quieto como un libro. Sabe que algún día tendré que enfrentarme
a él en su terreno, no en el mío, porque es la condición de un lector como yo
enfrentar un libro bien escrito en el terreno que ese libro plantea. Los dos
sabemos, además, que no lo voy a quemar en la parrilla cuando haga el próximo
asado para mis amigos, porque los fantasmas internos no se queman. Son como los
demonios. Al fin, uno es vencido por la curiosidad y vuelve a ellos para no sé
qué.
Los
hombres sienten fascinación por las películas de miedo.
Sé que
lucho con el libro porque todos mis demonios también están en él, pero también
sé que solamente se derrota lo que se enfrenta.
No temo al
libro en sí ni a lo que lea en él.
Yo me temo
a mí mismo.