Aunque
por cuestiones de trabajo vivo en Buenos Aires, soy cordobés. La capital no me
gusta. Nunca me gustó. A eso se debe mi falta de adaptación a la ciudad, a la
locura de esa ciudad y a todas esas cosas que escapan a su mística, tan requerida
por los extranjeros que sueñan con los cafetines y el tango.
Es
mentira. Buenos Aires es un monstruo a la vez bellísimo y patético. Es un verdadero
monstruo devorador de hombres.
A
pesar de que conservo mi tonada, cuando viajo al exterior asocian que soy porteño.
Lo vivo como un insulto. A veces aclaro: soy cordobés que es una provincia del
interior, bla, bla, bla. Otras, pongo cara de póker y aprieto los dientes.
Aunque
trabajo en Capital, decidí que mi familia viviera en las afueras, en un country
con árboles y luz y que diera gloriosamente al río.
Lo
hice por ellos. Tengo un buen tiempo para llegar desde donde trabajo hasta mi
casa, así que siempre me quedo en la oficina, esperando que pase la hora pico y
se desagoten las avenidas y las autopistas. Es como esperar turno para poder
viajar al paraíso, porque esa casa ancha y verde, se me figura de ese modo.
Es
la primera vez que vivo así y me siento, de verdad, un poco raro. Mi trabajo se
paga muy bien pero yo vivo con un té y una tostada. Siempre repartí entre mis
hombres lo que gané y además, si no fuera por mis dos amigos (uno japonés y el
otro belga) que me vigilaron las finanzas, según ellos, no tendría ni siquiera
para té.
Ahora,
además de tener para té, tengo una familia. Es una familia tardía, de esas
cosas que ocurren al doblar el recodo y chocar, repentinamente, con la olla de
oro en el final del arcoíris. En total tengo seis hijos y tres nietos, una
mujer bíblica que pese a todos mis esfuerzos nunca me tiró por la cabeza los
zapatos y una suegra que es un dedo de Dios sobre la tierra.
Por
eso elegí esa casa para ellos con árboles y un río, lejos del monstruo
devorador de hombres.
Viajo
mucho porque el trabajo lo requiere. Más que mi pasión, es mi adicción. La paz
me abruma. Me pongo insoportable con la calma.
Yo
había hecho gestiones para otro barrio. No para este, en que recalé al final. En
realidad, las gestiones las hizo mi amigo japonés ayudado por mi “delfín”, como
le dicen al joven que entrené personalmente en todos los resortes de este
oficio, para que ocupe, cuando me vaya, mi lugar. Para mí, es como un hijo más.
Eligieron
bien. Este es un buen lugar para vivir, porque mis cuatro hijos menores son todavía
pequeños y el contacto con la naturaleza es sanador. Juegan en el jardín
enorme, tienen un perro, ayudan a mi suegra con sus plantas y sus frutales,
respiran aire azul, aprendieron a reír otra vez, ahora que no hay guerras más
que en mí.
La
otra semana festejamos Janukâ. Yo volví de mis extranjerías para eso e hicimos
una fiesta.
Este
domingo festejamos Nochebuena, también, como todo este barrio en que vivimos.
La
mayor de mis hijos menores, Amira, me preguntó por qué celebrábamos esto
también. Habrá pensado que era para no desentonar con el entorno en el que
todos en el barrio festejaban, porque ser extranjero es difícil en este lugar,
aunque el folklore diga que “te reciben con los brazos abiertos”.
Entonces
yo le dije: “Dios es de todos. Es único y de todos. Nadie tiene el patrimonio
de que Dios sea suyo. Unos lo descubrieron antes, otros lo descubrieron
después, pero Dios es uno solo para todos. Así que lo que hacemos es honrar a
Dios, nada más, en sus diferentes manifestaciones. Lo honramos con unos y lo
honramos con otros, a ese solo y único Dios de todos los hombres”.
Mi
amigo japonés, que nos oía, porque como vive solo siempre se suma a mi familia
que es la suya, murmuró, entre paréntesis: Quién te ha visto y quién te ve…
Yo
siempre dejo a mi iétzer tov en casa para esto.
Mi
iétzer harâ se ocupa del trabajo.
(De: El trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)